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“Fuerza mayor”, avalancha de emociones para mentes resistentes

Si un actor entra por la puerta, no tienes nada. Pero si entra por una ventana, tienes una situación”. El maestro Billy Wilder lo tenía muy claro, y el sueco Ruben Östlund parece que también.

¿Cómo convertir unas tranquilas vacaciones en familia en un auténtico infierno emocional al más puro estilo hanekeniano? Fuerza mayor (Turist) empieza con la bonita (y anodina) estampa de una familia de vacaciones en los Alpes. El paisaje es salvajemente idílico y el ambiente es perfecto para el cuarteto familiar: se lavan los dientes juntos, esquían juntos y duermen juntos. Hasta aquí bien. O mal, según Wilder.

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Nada parece desviarse de lo normal para nuestros protagonistas, hasta que entra en escena la teoría del maestro: una pequeña y rápida decisión destroza para siempre la estabilidad de un núcleo familiar (en apariencia) sólido, y la historia se vuelve dramáticamente interesante. Cuando una avalancha de nieve parece ir directamente hacia la terraza donde, junto a otros turistas, nuestra familia está comiendo, todo se descontrola. Creyendo que la blanca oleada se llevará de una barrida sus vidas, todos se alarman y salen corriendo. Ebba, la madre, salta sobre sus hijos en un puro acto instintivo para salvarlos del desastre, abrazándolos contra su pecho y con el nombre de su marido en sus labios: “¡Tomas!”. El blanco y el silencio lo cubren todo como un gélido manto invernal. Pero a los poco segundos, como si de una simple llovizna se tratara, las frías partículas se disipan y la madre se encuentra intacta y sola con sus hijos entre sus protectores brazos. Todo el mundo, que había salido disparado para salvarse, vuelve entre nerviosas risas a sus respectivas mesas. Y entre ellos Tomas. Los cuatro se sientan y siguen con la comida sin mencionar lo ocurrido. Aparte del reciente susto, todos en la terraza están ilesos. Pero una invisible y profunda herida se ha marcado dolorosamente en el sino del núcleo familiar.

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Östlund ya nos tiene en el bolsillo. A partir de este momento, la película se enmarca en un juego emocional y kafkiano con el espectador. El realizador juega con maestría y ácido humor con la atmósfera, palpablemente tensa no solo para Ebba y Tomas, sino también para un espectador que se moverá nervioso en su asiento hasta que los créditos se dibujen en la pantalla. La escalada de emociones es inevitable, y veremos como poco a poco se van resquebrajando las imperceptibles capas que conforman la estabilidad familiar y se va mostrando el auténtico rostro oculto tras ella: la incomunicación ha hecho de ellos (como de todos) extraños con máscaras viviendo en aparente bienestar.

Los personajes secundarios sirven de perfectos catalizadores del conflicto matrimonial. Tenemos, por un lado, la mujer de mediana edad que ha dejado unos días a su marido y sus hijos para disfrutar de la nieve y de la soledad, con una personalidad menos conservadora y una idea más liberada de las relaciones sentimentales y que sirve de contrapeso para la pareja con crisis de personalidad. Más adelante aparece la pareja de amigos, Mats y Fanni: un padre divorciado a las puertas de la madurez y una chica veinteañera dando sus primeros pasos en la edad adulta. La pareja adopta involuntariamente el rol de testigo y jurado de la delicada situación (un poco como nosotros) e, inevitablemente, acaba transmutando el debate a su relación (algo que acabaremos haciendo también nosotros una vez abandonemos la sala).

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Y por último, el personaje del conserje del hotel, colocado en un desenfocado tercer plano pero que lleva consigo una intensa (y sutil) carga narrativa. Ese hombre que deambula por los pasillos del lujoso hotel con aparente impasividad, mirando sin mirar, con un cigarro en la mano y unos ojos inexpresivos. Puede que Östlund no pretendiera tanto con este personaje. Personalmente me ha marcado por encima del resto. Su oficio lo lleva a ser un observador pasivo de los conflictos y situaciones que se desarrollan en los pasillos del hotel, entre ellos los de Ebba y Tomas. La pareja se encuentra enfrente de su puerta, en pijama y visiblemente mosqueada, con la intención de discutir por la reciente situación. El conserje los está observando pitillo en mano y la pareja le pide, algo molesta, que los deje solos. El hombre ni se inmuta y sigue mirándolos, tiñendo la dramática situación de un agridulce humor algo corrosivo. Pero lo aceptamos: los protagonistas aun llevan puestas sus máscaras de falsedad. Ahora bien, más adelante se repite la situación en la que es posiblemente la escena más intensa del filme. La pareja vuelve a encontrarse en la misma posición, pero en esta ocasión se han quitado las máscaras y observamos una pareja rota, dolida y sí, sincera. El conserje, también en la misma posición de antes, ya no demuestra impasibilidad. Esta vez los mira incómodo, horrorizado, compasivo. Esta vez, como nosotros, los está viendo de verdad.

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A modo de conclusión, en la última escena del filme, el grupo de turistas se ve forzado a descender la montaña a pie para poder abandonarla. Forman una curiosa e interesante estampa: un grupo de personas andando juntas por la angosta montaña, marcadas por la ya subrayada incomunicación y por un inevitable espacio metafísico y distanciador entre ellos. Pero avanzan inevitablemente juntos, a sabiendas que necesitan apoyarse los unos en los otros para seguir con su viaje a ninguna parte.

Real y estremecedor. Señor Wilder, a eso lo llamo yo salir por la ventana grande.

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