Ida es una de esas películas que siempre pasan desapercibidas para las salas comerciales, pero que a la vez son una pequeña porción del cielo cinematográfico que te conmueven como nadie más sabe hacerlo.
Yo vi el pequeño cartel de la película en un minúsculo cine de Chevy Chase, la ciudad de Maryland donde estoy viviendo ahora. Me llamó la atención y me acerqué; leí la sinopsis, vi todos los festivales en los que la película había sido nominada y premiada, y decidí comprar mi entrada. Pregunté por el horario de las sesiones y el hombre de la taquilla me dijo “It is very touching” (“es muy conmovedora“). Y vaya si lo es.
Ida es una película de producción polaca del 2013, dirigida por Pawel Pawlikowski (que ya de por sí tiene un estilo muy personal y apreciado en festivales). Ida (Agata Trzebuchowska) es una novicia huérfana que ha vivido en un convento desde que era pequeña. Está decidida a asumir sus votos y convertirse en monja, cuando le comunican que tiene un pariente vivo; su tía (Agata Kulesza). En el convento le obligan a conocerla antes de asumir los votos y va a hacerle una visita. Su tía es todo lo contrario a ella; bohemia, promiscua, revolucionaria y sin ninguna fe en nada ni en nadie. Aún así, durante el tiempo que Ida está de visita, ambas se unen para una misma causa; saber qué pasó con sus padres durante la guerra y encontrarse con sus orígenes judíos.
Cuando llegué a la puerta del cine, me encontré a un hombre que estaba predicando ante unas mesas de la terraza de un café. Andaba buscando respuestas sobre la vida y sobre Dios, y me pareció idóneo para la película que había elegido ver ese mismo día.
Ida no es sólo una búsqueda física de los orígenes de una joven, es también un viaje en el que Ida, nuestra protagonista, se ve en la encrucijada de la vida. ¿Quién soy? ¿Quién TENGO que ser? ¿Voy por el buen camino? Su tía Wanda supone un interrogante en la vida de Ida, ya que para empezar, la muchacha no sabía ni que era judía, ni que se llamaba Ida (la solían llamar Anna). La búsqueda de los restos enterrados de sus padres, fallecidos durante la guerra, representa no sólo el descubrimiento de quien verdaderamente fue y es, sino el primer y más fuerte contacto con la muerte. La fe y el destino propio se vuelven algo difusos para Ida, que mira con sus ojos grandes y su sonrisa casi invisible lo que pasa a su alrededor.
No quiero contaros nada más, pues los momentos del film no serían tan especiales como lo han sido para mí, que no sabía demasiado sobre la película. Lo que sí que quiero que sepáis es que no sólo me enamoré de las dos protagonistas, Ida y Wanda, sino que también lo hice de la dirección de fotografía. Cada plano y cada composición de personajes; cada detalle en el que Pawlikowski quiere que nos fijemos, cada espacio vacío en cada frame…le da una tranquilidad y una pureza a la película que resultan preciosas, aún siendo tan terrible su resolución final.
Y no soy sólo yo quien lo piensa, pues ha ganado siempre que ha estado nominada, en los festivales de Gdynia, Varsovia, Toronto, Londres, Gijón y otros, en categorías como Mejor película, Mejor fotografía, Mejor actriz (para Agata Kulesza) o Mejor guión.
Para disfrutar el film está claro que tienes que meterte en la piel de las dos protagonistas, pues ambas pasan por un camino hacia el descubrimiento personal, aunque lo hacen de diferentes maneras. Me atrevería a decir que la película tiene el mismo nombre que la protagonista porque simplemente es como ella; delicada, blanca (blanca de pureza, me refiero), silenciosa, humilde y llena de dolor padecido por dentro. Cada escena que recuerdo me da más ganas de volver a verla.
Me ha gustado todo de esta película, y la recomiendo fervientemente. Ahora sí, si la veis en versión original (que, obviamente, es tal y como se tiene que ver esta película), no vayáis en el horario del jubilado, pues yo me pasé toda la película escuchando a una anciana leyéndole todos los subtítulos a su amiga medio sorda. Es tierno, sí, pero te rompe la magia.