Reconozco que he sido víctima de los Oscars y de mi poca paciencia. Comencé a ver Ícaro (2017), el documental de Netflix y dirigido Bryan Fogel, porque estaba nominado al Oscar. No soy un apasionado al ciclismo, pero sí me gustan los documentales sobre deporte en general, así que me lancé a verlo. La premisa es bastante interesante: un ciclista amateur quiere demostrar que, al igual que Lance Armstrong ganó seis tours de Francia violando las normas antidopaje de una manera sistemática y perfecta sin jamás ser descubierto, el propio Bryan Fogel, un ciclista principiante, era capaz de ganar la prueba más importante del ciclismo amateur utilizando los mismos métodos. Sin ser descubierto, por supuesto. Si Armostrong fue el mejor haciendo trampa, él puede ser el mejor de los no profesionales.
Este principio nos remite a documentales como Supersize Me (Morgan Spurlock, 2004), en los que el propio documentalista se convierte en el protagonista que sufre en sus carnes, y en el caso de Ícaro en su metabolismo, las consecuencias del objetivo a demostrar. Así que nuestro director/ciclista se pone en contacto con el personaje clave de la historia: Grigory Rodchenkov, médico y científico ruso encargado durante décadas del programa (anti)dopaje de la extinta Unión Soviética y la actual Rusia. Juntos y mediante conversaciones vía skype comienzan un minucioso tratamiento de EPO y anabolizantes, sustancias prohibidas que poco a poco mejoran la recuperación y resistencia física de los atletas.
Y en este punto dejé de ver a un tipo pinchándose esteroides en las nalgas y manteniendo conversaciones con un tipo ruso, divertido y carismático eso sí, pero que no conseguía despertar mi interés. Ya había visto el documental The Armstrong Lie en el que se retrata todo el proceso de la trama urdida por Armstrong y su equipo para burlar los controles antidopaje y me sentía suficientemente “dopado” con este asunto. Además, estaba seguro que Fogel no ganaría la carrera… en fin. Cuando el día después de la entrega de los Oscars de esta edición descubro que Ícaro ha ganado el Oscar al Mejor Documental pensé: “Vaya, voy a tener que terminarlo, algo interesante ha de pasar aquí”. Justo en el instante en el que me volví a subir a la bici, el tono del documental cambia por un giro inesperado y la historia se convierte en un thriller paranoico que combina investigación con revelaciones de secretos que afectan a infinidad de estamentos y organismos oficiales, desde el COI (Comité Olímpico Internacional) hasta el propio Gobierno Ruso. Una trama que se asemeja a las películas de espionaje de los setenta que tiene la Guerra Fría como trasfondo y en el que Rodchenko se convierte en el gran protagonista de la aventura. Una aventura que nos lleva a temer por su vida y por la de su familia. Tal y como si revisáramos clásicos como Teléfono (Don Siegel, 1977) u Odessa (Roland Neame, 1974), la maquinaria geopolítica de la Guerra Fría despierta del hielo para para actuar de una manera sigilosa e implacable y clásicos elementos como la CIA y el KGB merodean por el escenario.
Los hechos acontecidos ya son historia de los escándalos relacionados con los Juegos Olímpicos y la alarmante corrupción que rodea a las instituciones del deporte, pero el placer de este documental lo encontramos en la manera en la que nos los explica. Como las mejores y más emocionantes etapas de una carrera, los giros inesperados nos llevan a caminos secundarios que resultan mejores que el original.